domingo, 29 de marzo de 2009

Calidad educativa: rumbo perdido

EL UNIVERSAL

Olac Fuentes Molinar

Calidad educativa: rumbo perdido
21 de marzo de 2009

En estas líneas, intentaré explorar el carácter y los resultados —visibles
y previsibles— de las dos líneas de acción de la Alianza por la Calidad de
la Educación (ACE) que tienen un efecto más rápido y directo sobre lo que
ocurre en la realidad cotidiana de las aulas y las escuelas: la reforma
curricular y la evaluación externa y uniforme del aprendizaje de los
alumnos de educación básica.

Hay que plantear para empezar una pregunta central: ¿tenían los gestores
de la alianza —el grupo dirigente del SNTE y la SEP— una idea clara de las
dimensiones y las causas que, dentro de las escuelas, han generado la baja
calidad y la fragilidad de los aprendizajes fundamentales que una
proporción muy elevada de los alumnos adquiere a lo largo de la educación
básica?

No me refiero sólo a los resultados de exámenes externos distintos, como
Enlace y Excale, aplicados por la SEP y el INEE y que se focalizan en la
memorización de información y el dominio de competencias intelectuales,
predominantemente de baja complejidad, o a los de PISA, aplicados al final
de la educación básica por la OCDE en más de 50 países y focalizados en la
capacidad de razonamiento y la aplicación del conocimiento a problemas no
convencionales y de complejidad creciente. En esos exámenes, aunque
evaluaron logros diferentes, los resultados globales de los estudiantes
mexicanos —como los de otros países latinoamericanos— han sido bajos. Cada
vez que se hacen públicos resultados así, la reacción social es más o
menos la misma: los medios anuncian que somos “un país de reprobados” y
dejan de lado el tema cuando sucede algo más llamativo; el gobierno se
compromete con rostro solemne a mejorar los resultados; los padres y los
maestros más sensibles entran en un confuso estado de ansiedad; y la
educación, sobre todo la pública, recibe un nuevo golpe en su ya
disminuida credibilidad.

Lo que muy pocos se preguntan es qué significan esos resultados y por qué
los obtienen nuestros alumnos. Preguntarlo con honestidad y con rigor
intelectual. No lo hicieron ni el gobierno de Felipe Calderón ni el
poderoso grupo de líderes sindicales y funcionarios públicos en torno a
Elba Esther Gordillo. Pero no han sido sólo ellos. Tampoco ha surgido la
reflexión que nos hace falta en la mayoría de los sectores de maestros
disidentes agrupados en la CNTE, ni en los organismos privados que se
cubren con el generoso manto de la “sociedad civil”.

La ACE fue lanzada sin un argumento articulador. De ahí su apariencia
miscelánea, que incluye lo indiscutible, como fortalecer la deteriorada
infraestructura de las escuelas o apoyar el acceso de los alumnos a la
salud y la nutrición; lo que no tiene fundamentos, como suponer que la
tecnología por sí misma puede mejorar el aprendizaje al margen de una
pedagogía renovada o que es razonable seleccionar a un maestro sólo con un
examen de conocimientos; lo injusto, como creer que un maestro es
responsable del aprendizaje de un grupo en un año determinado, sin
considerar dónde y a quién enseña ni cuáles fueron las experiencias
previas de sus alumnos en la escuela; lo riesgoso, como anunciar reformas
curriculares sin definir sus rasgos centrales; y lo dañino, como etiquetar
a alumnos, escuelas y maestros con un examen único, anticuado y en buena
parte banal.

¿Es posible encontrar, en el funcionamiento típico de las escuelas
básicas, una causa central que explique el origen de la deficiente calidad
formativa de la mayoría de nuestros estudiantes y que se combina con
causas sociales como pobreza, desigualdad y una diversidad cultural e
individual ignorada, así como con el burocratismo y la corrupción que
invaden a un sistema escolar que se resista al cambio sustancial? Estoy
convencido de que esa explicación es posible y de que es indispensable
someter a la discusión hipótesis fuertes que alienten un debate sin
tibieza y sin generalidades piadosas.

Personalmente, encuentro esa explicación en las creencias, las formas
organizativas y las prácticas de enseñanza que conciben a la escuela como
un aparato de transmisión de información y de adiestramiento en rutinas
intelectuales elementales. Un aparato regimentado y plano, que no admite
prioridades, variaciones o preferencias y que actúa verticalmente a lo
largo de una jerarquía de autoridad, que disciplina al maestro e ignora el
interés y la individualidad de los alumnos, en aras de un “saber
necesario” que se cristalizó hace mucho en la cultura escolar y que en
buena parte ha perdido su vigencia para los tiempos que corren y los que
vienen. Un aparato que, sin importar los enormes avances que las ciencias
han generado para entender el aprendizaje humano, sigue creyendo, como
escribía Jerome Bruner, que la gente aprende por el simple hecho de ser
expuesta al conocimiento, y de aprender reproduciendo uniformemente lo que
le dijeron que debería saber. Si no lo aprende, el responsable es el
alumno, porque el conocimiento estaba ahí, a su disposición.

Este modelo se sostiene sobre tres pilares: un currículum que va creciendo
exponencialmente conforme se avanza en la educación básica. Se inicia
sensatamente en preescolar, con una propuesta que es excepcionalmente
sensible a las potencialidades de los niños, pero que todavía no se
arraiga en un ambiente de viejas tradiciones.

Ya en los primeros años de primaria esa fluidez encuentra el obstáculo de
las antiguas visiones sobre la lectura, la escritura y la aritmética, y en
las nociones arcaicas del orden y de la disciplina. A partir del tercer
grado se van incorporando más y más contenidos informativos, con una
presentación protodisciplinaria, con muy poco tiempo para asegurar la
comprensión, la exploración por parte de los propios niños, el ejercicio
genuino de la lectura, la redacción y la construcción del razonamiento
matemático.

Sin embargo, es en la secundaria en donde estalla el enciclopedismo.
Parecería que los autores de cada programa disciplinario pensaron que la
suya era la única materia y que era la última oportunidad de enseñarlo
todo. Para cada maestro aplicar esos programas es una carrera contra el
tiempo, sin posibilidad de priorizar, profundizar o atender las
dificultades y curiosidades de los alumnos. Los estudiantes, muchos de los
cuales viven una adolescencia difícil en una sociedad hostil y en el nuevo
mundo de la tecnología de lo virtual, reciben un diluvio de información en
trozos, inconexa, lejana a su vida y a sus referentes de comprensión.
Parafraseando a los críticos anglosajones, se trata de un currículum de un
kilómetro de superficie y tres centímetros de profundidad.

La secundaria fue siempre enciclopédica, desde sus orígenes como un
selectivo ciclo propedéutico para los estudios universitarios. Conservó
ese carácter esencial tras varias reformas y lo acentuó la más reciente,
iniciada en el gobierno de Fox y que en este ciclo alcanza a toda la
secundaria. Dado que en el considerado “conocimiento necesario” la tasa de
mortalidad de los contenidos es cercana a cero y la de nacimiento es muy
alta, la vastedad curricular, que sólo los alumnos experimentan en su
conjunto, ha alcanzado niveles que no dudo en calificar de demenciales.

A los otros dos pilares me referiré más brevemente. Uno es el de las
prácticas de los maestros, casi sin remedio, sometidas al imperativo de
transmisión impuesto por los programas de estudio. Los profesores exponen,
señalan lecturas, hacen preguntas confirmativas, señalan tareas y ponen
ejercicios que consumen todo el tiempo. Es paradójico en este sentido que
en la presentación de los nuevos programas se sugieran numerosas
actividades didácticas de virtud diversa. Pero ¿quién tiene tiempo de
realizarlas en serio?

Todo lo devoran la información y la ejercitación y las actividades que
podrían ser hasta placenteras se desvirtúan. Vaya usted a un museo, tan
formidable como el Nacional de Antropología. Siempre hay grupos de
estudiantes de secundaria. ¿Qué hacen cuando no están echando relajo?
¿Están mirando las piezas expuestas? No. Están copiando las cédulas
informativas.

El triángulo se cierra con la evaluación, entendida como aplicar exámenes
y llevar la cuenta de los trabajos entregados: “investigaciones” bajadas
de internet, ejercicios, resúmenes, maquetas. Por supuesto, la evaluación
es confirmativa y poco se aprovecha el potencial educativo de una
evaluación para formar y fortalecer.

Si lo que digo es fundamentalmente cierto, es explicable que el efecto más
común de este modelo sean el olvido acelerado y la ausencia de
comprensión. Por eso muchos alumnos tienen resultados deficientes en los
exámenes como Enlace, porque la memoria suele “limpiarse” después del
examen más reciente. Como lo puede constatar cualquier adulto, pueden
quedar vagos recuerdos. Estoy seguro de que “lo vimos”, dice uno. Pero
como decía Jorge Ibargüengoitia de la guerra de 30 años: duró 30 años…
creo.

Eso explicaría también los fracasos en exámenes como los de PISA,
centrados en competencias de comprensión y aplicación a problemas del
saber adquirido. ¿Cómo afrontar esos retos con un nivel de complejidad
intermedia o avanzada, cuando probablemente nunca se tuvo la oportunidad
sistemática de entender y relacionar, explicar y argumentar, enfrentar
problemas intelectuales reales sin el temor a equivocarse?

Frente a este panorama, ¿cuál ha sido hasta ahora la respuesta de la
alianza? En primer lugar, proponer una reforma curricular a la educación
primaria, justificada en la necesidad de “articulación” de un ciclo básico
continuo, cuyos componentes fueron declarados obligatorios en momentos
distintos y nacieron con propósitos y destinatarios sociales muy
diferentes. Ese fenómeno ha preservado dos rupturas formativas radicales,
una entre preescolar y primaria, otra entre primaria y secundaria.

La alianza y sus impulsores tuvieron la oportunidad de alentar la
reconstrucción de todo el ciclo básico y de repensar sin ataduras con el
pasado cuáles deberían ser los aprendizajes indispensables realmente para
los niños y los adolescentes que vivirán en el México difícil del siglo
XXI. Era una opción de largo aliento, pero exigente, arriesgada,
demandante de consensos sólidos y que sin duda no podría ser realizada en
un sexenio.

Pero se dejó pasar esa oportunidad, si es que alguna vez se le consideró y
se optó por una articulación de remendones, limando ciertas asperezas
entre los tres niveles, pero esencialmente tomando como punto de llegada
la secundaria en tránsito de reforma.

Dos comentarios sobre la reforma de primaria, uno de procedimiento y otro
de fondo. Sobre lo primero, se planteó una etapa de prueba piloto con
duración de un año, con una cobertura de 5 mil escuelas, antes de
generalizarla en cada grado escolar. En el ciclo escolar en curso el
piloteo resultó un desastre, si lo que se quería era evaluar y corregir la
propuesta. El número de escuelas era demasiado grande como para lograr el
control de operación y la evaluación de resultados en más de 30 mil grupos
escolares. Los programas y materiales se distribuyeron con retraso y la
información y orientación para los directivos y profesores involucrados
fue tardía y superficial. Todo eso hace imposible obtener conclusiones
fundadas sobre la etapa piloto, si es que alguna intención seria se tenía
al realizarla.

El fondo del asunto es más preocupante. Si se revisan los programas de
estudio propuestos para la reforma, resulta evidente que los contenidos
informativos y de procedimientos de rutina aumentaron significativamente,
tanto porque se conservaron muchos que ya existían como porque se
modificaron y agregaron otros.

Otra vez aparece la contradicción entre un lenguaje con pretensiones
modernistas, lenguaje de trapo en el cual todo lugar común está presente,
y una enorme cantidad de contenidos, con frecuencia confusos y
deshilvanados, que vuelven impensable toda renovación relevante de las
prácticas escolares.

Todo esto se complica más aún por la incorporación irreflexiva del término
“competencias”. Esta noción, tema de una seria discusión internacional y
que en todo caso debe tener un significado preciso y restringido, se
utiliza indiscriminadamente como la conclusión a que debe llegar todo
aprendizaje. ¿Cómo explicarles que amar a la patria o conmoverse con la
poesía son atributos valiosos, pero no son una competencia?

Termino con una referencia a la prueba Enlace, que se aplicará por cuarto
año consecutivo en primaria y secundaria. Con las limitaciones de mi
conocimiento, puedo afirmar que es el peor examen estandarizado que he
visto en mi vida. No sólo es memorista y poco expresivo en relación con
rasgos muy valiosos que los alumnos pueden poseer. Es también caprichoso
en su selección de preguntas con frecuencia poco claras, algunas sin
respuesta disponible, otras con varias respuestas razonables.

Enlace está dañando las limitadas posibilidades de aprendizaje auténtico y
de creatividad que sobreviven en la escuela. Con la mayor mezquindad
pedagógica, ahora hay que enseñar para contestar preguntas tipo Enlace y
entrenar a los alumnos para resolver este examen agobiante, por las
consecuencias que sus resultados tienen para los alumnos, los maestros y
las escuelas.

¿Hay alguna posibilidad de detener todo eso? ¿Podemos defender a la
escuela, evitar que la dañen la improvisación, la ignorancia y la falta de
responsabilidad de quienes deberían velar por ella?

Al final, no puedo evitar que me venga a la mente el primer mandamiento
del juramento por el cual, según se dice, los médicos grecorromanos se
comprometían al recto ejercicio de su incierta profesión: no hacer daño.

Ex subsecretario de Educación

No hay comentarios: